H. Joachim Schlichting. In: Investigación y Ciencia 7 (2015)
La razón por la que un castillo de arena no se desmorona reside en que su estabilidad apenas depende de la proporción exacta de agua y arena. Hasta hace poco, los científicos ignoraban por qué ocurre así.
La arena resulta tan difícil de atrapar como un líquido. Si está seca, se nos escapa de las manos, forma dunas que avanzan como olas —aunque mucho más despacio— y, cuando se introduce en un recipiente, adopta la forma de este, tal y como haría un fluido. Sin embargo, al mínimo contacto con el agua, el ejemplo de líquido por excelencia, todo cambia. Una masa de arena mojada es mucho más que la suma de los fluidos que la componen: cesa de fluir y se deja modelar en formas estables de todo tipo.
A primera vista, la explicación parece sencilla. Cuando la arena comienza a apelmazarse por efecto del agua, una proporción considerable de la energía previamente almacenada en forma de tensión superficial se cede al entorno. Por tanto, quien desee remodelar los grumos que se formen tendrá que añadir de nuevo dicha energía al sistema.
Sin embargo, mientras que un pastel necesita que sus ingredientes se encuentren en proporciones muy precisas para adquirir la consistencia adecuada, lograr la mezcla correcta de agua y arena para levantar un castillo y que este no se derrumbe constituye, literalmente, un juego de niños. Ello se debe a que la rigidez de la mezcla prácticamente no depende del contenido de agua, al menos dentro de un abanico muy amplio de valores. Solo cuando la proporción supera cierto umbral (como cuando una corriente de agua se lleva los cimientos del castillo), la mezcla se licua de nuevo y comienza a «ondular» en el medio acuoso de modo similar a la arena seca impulsada por el viento. ¿A qué se debe?
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